COLUMNA / Redacción: Gerardo José Gómez Ramírez, asignatura de Sociología general 1300
Cuando se inició la cuarentena el lunes 16 de marzo, las autoridades de la UNAH habían suspendido las clases desde el jueves 12 de marzo para proteger a la comunidad universitaria de cualquier posible contagio. Por mi parte, pensé que era una medida muy adelantada, cuando apenas se veían los primeros casos en el país; pero, me alegro de haber errado.
Tuve una enorme preocupación por el desenvolvimiento de las clases, pues sabía, desde ese entonces, que este problema no iba a durar poco y que se extendería bastante. Mientras tanto, solía ver en los noticieros las sofocantes noticias que oscilaban en un solo tema: el coronavirus. He de decir que esa carga masiva de información que, de un día para otro, apareció en los principales medios de comunicación nacionales e internacionales, produjo un leve impacto psicológico en mí. Pero, reconozco, que sí se quería reducir la escalada de contagios, era menester bombardear con información a la población, para generar conciencia.
La primera semana de confinamiento la soporté fácilmente. Soy de una naturaleza, medianamente introvertida, por lo que suelo pasar la mayor parte del tiempo en casa junto a mis padres. Mi única «salida», propiamente dicha, era ir a la Universidad. Se podría decir que ya estaba preparado para una situación como la que estamos viviendo, porque mi estilo de vida siempre ha sido una especie de autoaislamiento deliberado (lo decido yo mismo) y, solo salgo cuando tengo que ir a la Universidad, si es una ocasión importante o porque mis amigos me invitan.
En esa primera semana, dediqué mi tiempo a leer y escribir, ya que son dos actividades que realizo todos los días. Recuerdo que me llamaron la atención las recomendaciones de un libro de cuya existencia ya sabía pero, que no me había interesado tanto, como para comprarlo o leerlo digitalmente. Este libro es «La Peste» y a medida que lo iba leyendo comparaba cada una de las circunstancias que atravesaban los protagonistas con la coyuntura que estamos soportando. Me sorprende la certeza con la que vaticina el libro lo que sucede.
Luego de una semana de confinamiento, las cosas comenzaron a tornarse peores. La escasez de agua que azota la capital no permite que los ciudadanos puedan acceder a este valioso recurso para solventar las medidas de higiene necesarias. El gobierno, con su mirada de cadenas nacionales, te pide que laves tus manos frecuentemente, cuando en la mayoría de lugares de la capital ni siquiera llega el agua. Mi familia tiene un tanque de reserva, pero, sumando nuestras necesidades con las de los inquilinos, que también viven en la casa, resulta difícil que dure lo suficiente. Por lo general, la pila ya está a punto de acabarse cuando, después de once días, vuelve la minúscula corriente de agua a los grifos.
Con el paso del tiempo me he acostumbrado a estar en cautiverio en mi propio hogar. Dentro de poco se cumplirán dos meses de confinamiento y, a pesar de que estoy adaptado, extraño la libertad que tenía de poder circular libremente y no estar recluido a un solo lugar. No es que extrañe tanto salir, sino la libertad de salir.
En los noticieros veo, todos los días, la vulnerabilidad de algunos focos de población del país, que han sido olvidados, mientras los recursos se derrochan según la voluntad de la oligarquía reinante. Es difícil concebir cómo un ser humano puede carecer de corazón para aprovecharse de una crisis de este calibre. En mi comunidad, aún no he visto —vale más— indicios o personas que estén inmersas en un marco de vulnerabilidad social por la pandemia, pero, no descarto que puedan aparecer en un futuro. La gente necesita trabajar, ya que la mayoría vive de las ganancias del día a día y la crisis los está obligando a permanecer en sus casas aunque no tengan ingresos. Lamentablemente, la población de países como Honduras, tienen la funesta disyuntiva de ser abatidos por el virus o por el hambre.
Hace unos días, cuando mi mamá fue a dejar al camión de la basura los desperdicios de la casa, había en la bolsa una caja de jugo en la que se escuchaban pequeños chapoteos del líquido. En el momento en el que le entregó la bolsa al hombre que recolectaba la basura, él le dijo: «¡Madre! Este aún está lleno». Mi mamá no pudo eludir la impotencia que sentía al no haberle podido ayudar. Cuando me lo contó, entendí —más claramente— lo privilegiado que soy por tener un plato de comida los tres tiempos. Hasta el momento, se han presentado ayudas de parte de la empresa privada en los barrios de mi colonia, aunque, generalmente, la mayoría de los vecinos las rechazamos en beneficio de las familias que en realidad las necesitan. No obstante, el gobierno brilla por su ausencia en el rescate de las familias pobres de por aquí.
El confinamiento me ha enseñado mucho. Quizá sea la ventaja de la crisis, que te fuerza a reflexionar acerca de ti como persona y del rol que cumples en la sociedad. Mis vecinos, por ejemplo, tienen un periquito enjaulado cuyo canto escucho casi siempre y no cesa en todo el día. Pero, esta cuarentena me enseñó que, posiblemente, no sea un canto de júbilo o de alegría como el de los gorriones u otras aves que aletean libremente en el cielo, sino un grito de auxilio, de desesperación por conseguir de nuevo la libertad que le fue negada. Nosotros, como especie, estamos sintiendo lo mismo que, inconscientemente, le hacemos a los animales.
Además, la cuarentena me ha servido para ver la fragilidad y sutilidad de la vida. ¡Cómo cambió todo en un par de meses! A inicio de año yo estaba muy feliz porque iniciaría mis primeras clases universitarias; hice caso omiso a las noticias que trascendían en oriente, pensando que había poca probabilidad de que llegara el virus a Honduras. No imaginé, en ningún momento, que pasaría todo esto. Y, ahora, estoy encarcelado entre cuatro paredes para evitar contraer y propagar la enfermedad a otras personas. En efecto, las cosas pueden cambiar vertiginosamente y, un día estás esforzándote para cumplir una meta y, al otro, estás preocupado por tu vida y la de los demás.
He sabido aprovechar mi tiempo, pues no hay hora del día que no intente hacer algo productivo, ya sea leyendo algún libro o escribiendo. Puede que sea incapaz de salir, pero eso no es impedimento para que siga enriqueciéndome en el ámbito cultural. Incluso, me atrevo a decir, que estas semanas han sido de las más fructíferas que he tenido en mi vida.
Asimismo, esta crisis me ha enseñado a valorar el tiempo, porque no es que nos falte tiempo para lograr las cosas que queremos, sino, que lo malgastamos en nimiedades que no nos retribuyen ninguna clase de conocimiento o experiencia para progresar como personas. Yo me niego a quedarme estancado en mi aprendizaje tomando como pretexto la pandemia, cuando soy, perfectamente, capaz de seguir esforzándome en estudiar las cosas que me gustan.
Finalmente, tengo que decir que la incertidumbre que está atacando a la gente acerca de lo que puede devenir en el futuro es un enemigo que precisa ser erradicado. En mi familia, incluyéndome, se tiene una esperanza titánica de que cuando la pandemia logre ser controlada, los daños y perjuicios, serán rápidamente cicatrizados y este capítulo negro de la historia de la humanidad quedará en el pasado. Por más que la gente versada en la materia conjeture que nos depara un futuro fatídico, sigo creyendo que, con fuerza de voluntad y solidaridad, podemos salir adelante. La esperanza y la paciencia son, entonces, dos de las virtudes que, gracias a la cuarentena, he aprendido a valorar.
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